La luna muerta

16:28

El recibimiento más acogedor que podía esperar era el de la arena azotando sus moribundos zapatos. Acababa de bajar del vagón, un basto engendro férrico motorizado. El vapor, un espeso humo negro que les envolvió durante el trayecto, se iba disipando entre toses de los perturbados que como ella habían embarcado hacia la dirección equivocada. Ignoraba hacia donde habrían de dirigirse; ella lo tenía claro: al oeste. Pues en el oeste se encontraban las ciudades de los muertos.

—¿Dónde puedo conseguir un caballo?

Aquel viejo decrépito al que fue a preguntar estaba apoyado en un poste, mano sobre mano. 

—No hay caballos. No hay nada. Media vuelta. 

Hasta que no contestó llegó a pensar que le había preguntado a un cadáver. Estaba dándole la espalda a una vieja casa, tan pequeña que solo parecía tener una habitación. Y no demasiado espaciosa. Los restos de lo que fuera una ciudad salpicaban los alrededores. Pocas se mantenían en pie del todo. El cartel del saloon yacía en el suelo, descolorido, enfrente de una pared cuarteada a medio caer. 

—Volved por donde habéis venido, no os lo advertiré más veces.

El resto de viajeros pareció ignorarle. Un par de ellos tomaron dirección sur sin mediar palabra. Los otros tres ojeaban un mapa, prácticamente borrado. 

—No se apure viejo, nosotros vamos hacia el norte. 

Saqueadores, seguramente. Mucha gente, huyendo del horror que había despertado, dejó atrás sus bienes y riquezas. Indios, rancheros, soldados… Aquellos lo bastante locos para arriesgarse rumbo poniente partían en su búsqueda. A su regreso, serían un poco más ricos que antes. Tal vez encontraran una reliquia de poder y pudieran aspirar a ser brujos. Eso, si regresaban. 

Al final, se quedaron ellos dos.

—¿Qué le retiene aquí, anciano?

—He vivido mucho. No demasiado bien, pero decentemente. No pienso malgastar mis últimos días corriendo de aquí para allá, viendo como el mundo se desmorona. No. Me quedaré aquí.

—Pues va a ver cómo se desmorona el mundo en primera fila, señor.

—Así debe ser… —Miró al suelo un segundo, con cierto aire de nostalgia. —Hace años, nos visitó uno de esos cines ambulantes. Después de tantos charlatanes con sus elixires, yo ya no me fiaba de nadie. Pero aquello sí que me impresionó. Imágenes moviéndose. ¡Ja! Pensé que no vería nada más increíble… Y sin embargo… Estos ojos… 

—¿Los ha visto?

—Sí. 

—Voy hacia el oeste, para intentar acabar con ellos. 

—Eso dicen también los Marcados. Que Dios os ayude.

Inclinó su sobrero hacia él a modo de despedida, y se marchó andando. 

Al otro lado del cañón, por fin pudo ver el origen del mal. Un intenso miasma amarillento iluminaba el cielo nocturno, como un alba antinatural y demoníaco. No hace tanto tiempo, cualquier caminante podría sobrecogerse contemplando tan bello paisaje. Después de que aquel ídolo fuera extraído de las entrañas de la tierra, justa sepultura de la que no debió emerger jamás, aquella visión no provocaba si no espanto. 

Dormir no era una opción, por lo que siguió con su camino, río abajo, hasta encontrar un paso, si quedara alguno en pie. El silencio de la noche era un silencio falso. El zumbido de los grillos había sido reemplazado por un susurro fantasmagórico, casi imperceptible, pero constante. Entonces, el sonido de los cascos contra el suelo reseco lo rompió inesperadamente. Delante de ella, levantando una humareda de polvo, se acercaba al galope un grupo de nativos Tchannewayaki. Pronto la rodearon, y el que parecía el líder bajó de su montura. 

—¿Quién se atreve a acercarse tanto a Okaga Neqt? —preguntó, con perfecta pronunciación. Los indios que consiguieron huir del lugar ya llevaban varias generaciones conviviendo en igualdad de condiciones con los blancos. De hecho, la mayoría de brujos descendían de los nativos, ya que estos llevaban más tiempo en contacto con las estatuas y las brechas abiertas. Los que conservaron la cordura y consiguieron controlar parte de ese vínculo místico con el cosmos y las estrellas, se ganaron el nombre de los Marcados. El resto, conformaba el frío séquito de la ciudad.

—Me llamo Ellie, si es lo que preguntas. 

—Muy bien, Ellie. ¿Qué te trae por aquí?

—Quería ver la ciudad por mí misma. No puedo quedarme con los brazos cruzados sabiendo que puedo hacer algo. 

—Nadie puede hacer nada —respondió otra india a su espalda—, ni siquiera nosotros. 

—¿Por qué seguís aquí?

—Exactamente por lo que tú has dicho. A pesar de todo.

—Tal vez —dijo, sacando algo de una de sus alforjas—, y solo tal vez, pueda ayudaros.
Lo que ahora sostenía entre sus manos era un ídolo de extraños contornos. De las pocas veces que se atrevía a contemplarlo, quería parecérsele a un insecto aún desconocido, con varias cabezas rematadas en una infinidad de cuernos. 

—¿Qué es esto?

—Cuando la ciudad se levantó del subsuelo, la gente que huía empezó a contar extrañas historias, y a comerciar con fetiches de este tipo. Tesoros infernales, arrebatados frente a las narices de los muertos vivientes. Por supuesto, la mayoría eran trucos de mercachifles. 

—Pero crees que esta es original, ¿no es así?

—Algunos de los vuestros habían capturado a un grupo de fanáticos que la adoraban, y servían a los muertos. Por lo visto, viene directamente de aquí, en un altar sepultado bajo tierra. Al parecer, todo comenzó cuando unos cazatesoros la sacaron de ahí. Puede que volviéndola a colocar…

La explicación fue lo suficientemente convincente como para que le creyeran y acompañaran.

La necrópolis era espeluznante. El suelo aparecía arponeado por torres de piedra, un costillar de la propia tierra, en torno al cual los cuerpos bailaban una extraña danza. Algunos ni siquiera estaban enteros. Brazos, piernas, cabezas, serpenteaban entre aquellos monumentos sombríos y las zanjas, auténticas calles de una ciudad muerta. En el centro, una plaza atroz pintada con vísceras reunía a un gran número de ellos. Aquellos que conservaban la cabeza, miraban incesantemente hacia arriba. 

—¿Y se os ocurre alguna forma de llegar hasta allí?

—Nunca lo hemos hecho —respondió el indio—. Cabalgamos por los alrededores, intentando acabar con las manadas pequeñas que salen. Con las grandes no podemos. Y cada vez lo son más, y más numerosas. Los Marcados más al este tienen que reagruparse para poder hacerles frentes, pero parece que nunca se acaban. Pronto…

—Sí, por eso estoy aquí. 

—Puedo transportarte hasta un sitio que tenga a la vista. 

Contempló desde la altura a lo que ellos llamaban Okaga Neqt. Un gran agujero parecía conducir a unas catacumbas, o niveles inferiores. Tuvo un presentimiento. Era como si aquel sitio la llamara. El ídolo también parecía inquieto. 

—Allí.

—Vale. Agárrate a mí.

Le cogió del brazo y ambos se iluminaron con un fogonazo azulado. Al instante, estaban en el lugar. Ninguna de las criaturas parecía haberse dado cuenta.

—Me voy. Nos quedaremos un momento, nada más. Si te vemos, salir, volveré a por ti.

—Gracias.

Desapareció entre las mismas llamas que le condujeron hace un instante hasta aquel lugar. El interior debería estar oscuro, pero un destello antinatural y nauseabundo dibujaba el camino hacia  el interior de la tierra. Extraños dibujos adornaban aquellas cavidades, pintados con sangre y entrañas de sus propios autores. Había visto a los muertos atacar y tomar ciudades. Carecían de conciencia, solo sometidos a una oscura voluntad de devorar y seguir avanzando, con una fuerza inexplicable dado el estado de sus músculos y ligamentos. Poseían también la misma magia de los marcados. Desaparecían y volvían a aparecer, ardían, destruían todo. Un mordisco contagiaba su afección a la víctima, e incluso algunos que salían ilesos perdían su cordura y comenzaban a venerarlos sin más, o a dejarse devorar voluntariamente.

Al final del pseudopasillo, una gran roca basta yacía en el centro, justo debajo de una hebra de luz que se filtraba por el techo. La luz de las estrellas, pálida y fría, iluminaba un pequeño hueco en el medio, pobremente labrado. No podía ser otro sitio.

Colocó la estatuilla suavemente. 

No pasó nada. Realmente, no se había imaginado que podría suceder, pero supuso que tendría que pasar algo, una señal inequívoca de que aquello había funcionado. No debía de haberlo hecho. La estatuilla sería falsa. Tal vez había más altares. En cualquier caso, no perdía nada por volverla a coger y probar suerte en otro en el futuro. Alargó la mano en torno aquel objeto, tiró hacia ella, pero no cedió nada. Ni siquiera estaba encajada, estaba tirada de cualquier forma sobre la piedra, en un precario equilibrio. Una fina brisa sería capaz de moverla hacia un lado, pero era incapaz de moverla. Era como si en un segundo, el peso de ese monstruo arcilloso se contara en toneladas de repente. Esa era la señal.
Salió corriendo, al darse cuenta de que era lo más útil que le quedaba por hacer. Los Marcados estaban por encima del risco. Parecían agitados.

—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó agitando los brazos. 

Vio un destello azul, y justo a su lado apareció la mitad del cuerpo del jefe, cayendo al suelo sonoramente.  Era como si en el viaje entre las dimensiones que separaban la distancia hubiera recibido un corte que le atravesara desde el hombro hasta el pie del lado opuesto. Las vísceras, órganos y huesos estaban limpiamente seccionados, pero ahora desbordaban sangre.

—Ya… No funciona… No tenemos… Las estrellas nos han fallado. Nos…  —alcanzó a decir, mientras su cuerpo se envolvía en el sudario de su propia palidez. Expiró.

Los muertos seguían con su mirada hueca fija hacia arriba. El cielo nocturno ahora parecía envenenado por un veneno rojo, como si las estrellas sangraran. Lo peor aguardaba en el centro de la ciudad.

Era casi imposible describirlo con palabras, puesto a veces ella misma se encontraba con dificultades para expresar realidades bien mundanas, cómo no iba a serlo hacer lo mismo con algo que era tan evidentemente extraterrenal. El aire, la tierra, la misma realidad, parecía estar agrietándose, la luz no seguía los caminos que tenía que recorrer normalmente y hacia requiebros en su cabeza, esquivando un agujero situado —si es que ocupaba algún espacio tangible— en medio de la plaza. 

De aquel abismo, emergía una especie de ser. No se parecía a nada que hubiera visto antes. Sus dimensiones no podían medirse con las unidades que normalmente se emplean. Lo único que podía recordar con cierta similitud era aquella condenada estatua que nunca tenía que haber colocado allí. 

Lo que parecían varias cabezas, emitieron un grito sordo que estremeció sus tímpanos hasta casi hacerlos estallar, y solo deseaba que de alguna forma aquello terminara. Pero un brazo se materializó detrás de ella y la sacó en segundos de aquel lugar. Estaba entre los Marcados, los pocos que habían quedado. Algunos, simplemente, parecían haber estallado sin más. Le había salvado la india con la que acababa de hablar.

—¿Qué has hecho?

—El… El ídolo… Era verdadero. No… Ha sido un error…

—¡Las estrellas son malignas ahora! No podemos leer en ellas si no muerte y dolor. Nuestros poderes nos están abandonando por momentos. ¡Vete! ¡VETE!

Ella y el resto se arrodillaron en el suelo, como afligidos por un dolor infinito imposible de controlar. Ellie montó en el primer caballo que alcanzó y marchó al galope. Tendría que contar al mundo lo que había visto. Se le vino a la mente el viejo de la parada. Le tendría que haber hecho caso y nunca viajar al oeste. 

El caballo se encabritó y ambos cayeron al suelo. Un grupo de muertos ya estaban allí, todavía refulgiendo entre llamas rojas y púrpuras. 

—¡No, no, no!

Tumbada en el suelo, pataleó para impulsarse hacia atrás y alejarse, pero estaba rodeada. Sin embargo, no hicieron ningún gesto de amenaza. La realidad volvió a resquebrajarse, delante de ella. Un destello imposible fue agrandándose, rodeando su campo de visión. Lo contempló. Ninguna de las reglas físicas del Universo al que había pertenecido con anterioridad tenían sentido realmente. Ante ella se abría un vasto infinito de pureza caótica, la lógica del desorden era la única que tenía sentido. Era la Verdad. Y a ella le había sido revelada. La grieta se cerró, y su conciencia aterrizó de nuevo en el desierto de aquel planeta triste y frío. La fortuna por fin les sonreía a esos infelices habitantes.

Montó el caballo, y el séquito de muertos le seguía. La muralla se había roto y las lágrimas de la Luna muerta habían sido derramadas. La luz sería ahora oscuridad, y la esperanza encadenada y torturada junto a la gran atalaya negra. Fna’gru había llegado y ella era su heraldo.

¡Gracias por leerme!

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