El demonio de la Torre de Herrumbre
2:45
Regheleb irrumpió en la cámara
como el río que derrumba el dique y lo anega todo a su paso.
—¡Se han llevado a T’ylbi!
—¡No! ¡No puede ser! ¿Quién ha
sido?
—Nadie los ha visto, pero hemos
encontrado esto.
Arrojó una horrible máscara de
hierro al suelo. Una pieza de tal aberrante presencia solo podría haber sido
forjada en los hornos profanos de Gujumbuk. Formaba parte del uniforme de los
Sicarios de la Torre de Herrumbre, una de las fortalezas que Gujumbuk conservaba
al oeste.
—¿A dónde se la han llevado?
¿Alguien sabe algo más? ¡Deprisa!
—Nadie sabe nada. Bien sabes que
su fama es merecida, mal rayo les parta. Me estremezco al pensar a que
tormentos se encontrará enfrentando nuestro amigo en este momento.
A las filas de los ejércitos de
la nación oscura de Gujumbuk se unían normalmente ogros, hombres traicioneros y
elfos oscuros expulsados de los bosques. Tal es así que el Rey Ëlien hace
cincuenta años decretó cambiar cualquier condena al exilio por una ejecución, y
recompensa a quien quiera que le entregue una cabeza de algún elfo traidor. Sin
embargo, había una tribu al norte, en las montañas, más silenciosos y
mortíferos que cualquier otra criatura viva. Nadie recuerda el nombre real del
clan, pero en esta edad se les llama los Serpientes de Roca, antiguos
protectores de reyes y ahora diezmados, una sombra en el tiempo. La obsesión
del Señor de Gujumbuk, del que nadie sabía el nombre, hizo que fueran
perseguidos por todas las montañas. No
pudo encontrar a todos, pero los que tuvieron peor suerte fueron torturados y
reconvertidos en los Sicarios, sobre todo los más jóvenes, que olvidaron
cualquier vida pasada y ahora únicamente viven para acatar la voluntad de su
amo.
Al poco, Regheleb y Sánabre se
pertrecharon y prepararon sus monturas. La Torre estaba a tres días a caballo.
Las tropas de los Pers, los hombres felinos que vivían en la región más próxima
a la Torre, continuaban intentando derribarla a ella y toda la ciudad
amurallada, embajada del mal. A cualquier precio se infiltrarían para rescatar
a T’ylbi.
—¿Infiltrarse? ¿Han perdido
definitivamente el juicio? —replicó el capitán de los Pers cuando llegaron al
frente de batalla.
—Nuestro amigo yace preso en esa
torre, nada nos impedirá liberarle —respondió Sánabre.
—Vigilamos noche y día la
fortaleza de hierro: nadie ha entrado ni salido sino para guerrear.
—Ha de haber una entrada secreta
.
—Es una locura, no sé quiénes son
ustedes pero…
—Él es Regheleb, paladín de
Andric, y yo Sánabre.
—¿Sánabre? ¿La guerrera que
atravesó el cráneo del dragón en la Batalla de los Cascabeles con un hacha? ¿Y
el caballero de Andric?
—Ciertamente, esos somos, capitán
—intervino Regheleb —. Y quien se haya cautivo es nuestro buen amigo T’ylbi.
—No les pretendo ofender, pero de
su amigo no conozco nada.
—Es un escriba elfo, y conoce
secretos más poderosos que las hachas y las espadas.
—Y por eso vamos a entrar. ¿Pero
por dónde?
Mientras el asedio continuaba con
otra carga, rodearon la ciudad. Parecía que los efectivos enemigos no se
acababan nunca. Los felinos se replegaban…
—¿Qué es eso, Regh?
Una pequeña torre de vigilancia
destruida se hallaba detrás de la línea de combate, con un par de arqueros
felinos agachados tras ella.
—¡Apartad, apartad!
Debajo de las rocas y los maderos,
aguardaba una trampilla de madera. Entraron. Exterior y ciudad estaban
conectados por un túnel anegado y hediondo. Con sigilo salieron. Dos ogros
hacían guardia en una sala.
—¿Cuándo se cansarán? ¡Vienen,
día sí y día también! ¿Por qué seguimos esperando?
—Pronto. ¿No te has enterado? Los
asesinos entraron hace unos días, por el túnel. Mientras esos estúpidos gatos
dormían y vigilaban. Trajeron a un despojo élfico. Dicen que conoce rituales
secretos, cuando los ejecutemos, ¡aplastaremos a esos gatos! Hasta que lo
consigan, que nos sigan entregando sus vidas si quieren; las aceptaremos
encantados. No se imaginan cuántas huestes escondemos en las mazmorras ni que
tenemos caminos secretos para abastecernos. Podríamos aguantar años.
—Es eso lo que me preocupa,
Mhorg’No. Pero tenía entendido que esos peludos ven igual de bien a la luz del
sol que en la oscuridad de la noche, ¿cómo puede ser?
—¿Es que no los conoces? Son
despojos de una tribu del norte. Lo llevan en su sangre. Podrían robarle la
corona al puto rey del bosque en mitad de una llanura soleada, y estar en el
otro extremo del continente antes de que se diera cuenta. —Mientras hablaba, no
podía evitar reírse —. ¡No hay nadie más silencioso que ellos!
—¡Sí que lo hay!
El paladín de Andric atravesó el
pecho de uno, mientras que la guerrera hundió su hacha en el cuello del otro.
Su cabeza quedó pendiendo de un solo colgajo de piel hasta que cayó al suelo.
—No debimos haberlos matado, no
antes de interrogarles.
—Regh, los ogros no sienten
aprecio por ninguna forma de vida, incluida la suya. No se puede comprar con la
muerte a estas criaturas.
—¿Entonces qué hacemos? Esos
infelices hablaron de unas mazmorras.
—También hay una torre. Puede
estar en los dos sitios.
—Dividámonos. Yo bajaré algún
nivel, tú registra la torre. Nos encontraremos donde esté el otro.
—De acuerdo.
Sánabre encontró las escaleras de
ascenso. Peldaño a peldaño comenzó a subir, en silencio. Si alguien les
encontraba, a ella o a Regheleb, una tropa de ogros les acollararía, y aquella
mole de óxido se convertiría en su tumba. Cuántos más enemigos pudiera matar en
silencio, tanto mejor. Así llegó hasta la cúspide de la torre, limpiando todos
los pisos. Pero ni rastro de su amigo. Debía de estar en alguna mazmorra.
Los pasos de Regheleb pronto
llamarían la atención de algún soldado. Los niveles inferiores estaban
atestados de ogros pertrechados para la batalla. El suelo estaba minado de
cajones llenos de armas, armaduras y material para la guerra. Pero tenía que
encontrar a T’ylbi. Agazapado entre las sombras, alcanzó una sala apartada. Un
jefe ogro de negra armadura estaba sentado en una mesa, de espaldas a él,
degustando de un plato de madera lo que parecía un trozo de carne de rata
gigante. Se colocó detrás de él y le puso la espada en el cuello.
—¡Tú! ¡Dime donde está el elfo y
conservarás tu putrefacta cabeza sobre los hombros!
—¡Vale, vale! ¡Te lo diré! ¡Está
en… —No llegó a terminar la frase, pues le pegó un cabezazo en el pecho hacia
atrás. En el escaso momento en el que se desequilibró, recibió un puñetazo en
el estómago. Era un guerrero experimentado. Se llevó la mano a su alforja,
justo antes de que el puño del ogro se acercara a toda velocidad a su cabeza.
Sánabre sintió un calor en el
cuello. El talismán que llevaba Regh, conectado con el suyo. Cuando uno lo
tocaba, el otro debía reunirse inmediatamente con él. O había encontrado a su
T’ylbi o se encontraba en peligro. Bajó a todo correr, cuando llegó al primer
sótano el suelo temblaba y de lo profundo escuchaba gritos y tambores. Tendría
que haber otra forma de llegar… Pero de espaldas a ella ya había un grupo de
ogros armados con lanzas, hachas y martillos. Empuñó el mango de su arma con
las dos manos.
—¡Baja tu hoja, humana! Ya
tenemos a dos amigos tuyos.
Obedeció. La esposaron, con
grilletes fríos y sucios, y descendieron por un montacargas. Pisos y pisos.
¿Desde cuándo existía aquello, en una fortaleza tan supuestamente débil? ¿Por
qué alargaban tanto el asedio? En esto iba pensando cuando alcanzaron la última
profundidad. Una puerta grande de hierro aguardaba ante ellos. Detrás, Regh se
encontraba tal cual estaba ella, maniatado. Cinco capitanes ogros blandiendo
espadas negras custodiaban la estancia. T’ylbi sujetaba un libro ajado en el
centro, frente a un pedestal en el que reposaban unos cristales rojos de brillo
trémulo, vigilado por un encapuchado de baja estatura.
—Ah, nuestra última invitada. Qué
oportuno. Míralos, escriba. —T’ylbi se quedó donde estaba. —Míralos, he dicho.
Se dio la vuelta. Su rostro era
apenas reconocible, había sufrido palizas por todo el cuerpo.
—Tal vez te sirvan de motivación.
Tal vez ahora quieras completar el ritual. Lee el ritual, o les arrancaremos el
corazón aquí mismo.
—¡T’ylbi, no!
—Lo siento… No tengo opción.
—Exacto. Sabed que cuando lo
haga, liberará a uno de los siete demonios del mundo antiguo. Nos ha llevado
años excavar a tanta profundidad, y no podemos permitirnos que ahora estos
gatos nos lo echen a perder. ¡Elfo, comienza!
T’ylbi comenzó a recitar algo en
una lengua extraña, cabizbajo. Una luz mortecina se arremolinó en torno al
cristal. En torno a ellos se materializó una nube oscura, y sobre los tres
amigos la desesperanza. Una figura se percibía ahora, entre las volutas de
humo.
—¡Contemplad vuestro final, patéticos
seres! ¡Con el poder de los demonios, pronto Gujumbuk será soberana de toda la
tierrAAARRG!
El demonio perfectamente visible,
agarró a aquella figura encapuchada con uno de sus gigantescas manos y lo
aplastó, convirtiéndolo en una pulpa recubierta de harapos. Los ogros se
miraron asustados sin saber qué hacer. Un par escaparon, el resto intentó hacer
frente a la criatura, pero cayeron, destrozados y devorados. Todo esto no pasó
en más de cinco segundos.
—¡Corred! —gritó T’ylbi.
Subieron a la siguiente estancia,
pero aquel monstruo de fuego y ceniza les daba caza. Poco importaba los
ejércitos de ogros que esperaban delante: si se quedaban allí, sólo podrían
conocer un final. En cuanto les vieron fueron a por ellos, pero también se
dieron cuenta del demonio que les perseguía. Gran parte echó a correr con
ellos, otros intentaron detenerlo, y otros les cortaron el paso sin saber muy
bien cómo actuar. El demonio pegó un manotazo monstruoso y barrió una fila de
aquellos seres. Después, escupió una bola de fuego que bloqueó la salida.
Estaban encerrados ogros, humanos y el elfo. Aquella furia corpórea bramó, y de
su cuerpo salieron despedidas llamaradas, preparando sin duda un infierno que
derretiría hierro, hueso, carne y roca. Era el fin.
—¡A POR ÉL!
Unas figuras cubiertas por
armaduras de hierro se lanzaron a por él, y lograron someterlo con unas
gigantescas cadenas de aspecto etéreo. Uno de ellos se abalanzó, con una daga
de cristal, y se la clavó en el pecho, abriendo una herida. Metiendo la mano, arrancó
el corazón del demonio, una masa palpitante púrpura que supuraba una oscuridad
líquida. En un estallido de polvo, el demonio desapareció, pero las cadenas
quedaron imbuidas en el fuego.
—¡Vosotros tres, agachaos!
Lo hicieron sin pensar, y entre
varios de ellos sujetaron las cadenas y las lanzaron contra el resto de ogros.
Al punto, quedaron calcinados. La piedra negra de la mazmorra quedó cubierta
con un tapiz suave de ceniza. Algún ogro que logró esquivarlo trató de huir,
pero fueron acribillados con cuchillos que les lanzaron los enmascarados.
Enrollaron la cadena en torno a una extraña vara de hierro, alguien dibujó unos
símbolos en el suelo con la sangre del demonio y formaron un círculo.
—¡Meteos, deprisa!
Obedecieron. El que sujetaba el
corazón entonó un cántico o rezo, y tras una explosión de luz, se hallaban a
plena luz del día, en el exterior. Un sonido les hizo girar la cabeza: la torre
se colapsaba en una explosión tremenda.
—Te debemos disculpas, escriba
elfo. Éste era nuestro plan desde el principio.
—¿Quiénes sois?
—Los Sicarios de Gujumbuk,
asignados a la Torre. Sin embargo, antes fuimos miembros libres.
—Largo tiempo el tirano de la
Nación Oscura ha sometido a nuestro pueblo por nuestras habilidades. Y lo
consigue con facilidad. Sin embargo, nosotros decidimos que nunca nos
sometería.
—Hemos hecho cosas terribles,
pero teníamos que mantener nuestra fachada. Pronto nos enteramos de que están
excavando en lo profundo para despertar los antiguos demonios. Ni siquiera el
enemigo sabía qué podía ocurrir. Nosotros debíamos detenerlo a toda costa. Éste
iba a ser el campo de experimentos.
—En el pasado nuestra tribu se
enfrentó a estos demonios. Sólo nosotros podemos detenerlos en estos días. Los
cristales son catalizadores que invocan a estas criaturas en nuestro plano. De
nada vale destruir los cristales: la tierra esconde multitud de ellos. Hay que
invocarlos, y cuando se materialicen, arrancarles el corazón.
—Nuestra tribu diezmada,
dispersada y extinta, sólo guardaba el conocimiento para hacerlo. La única
fuerza capaz de traer a los demonios a este mundo era precisamente Gujumbuk. Ha
sido arriesgado, muy arriesgado. Pero ahora ya tenemos el poder del Primer
Demonio, y nuestra misión es acabar con el resto y enfrentarnos al tirano.
Los tres amigos se miraron
aliviados. No sólo habían salvado a T’ylbi, ahora tenían una oportunidad de
librar al mundo de la oscuridad.
—Vámonos, le debemos
explicaciones a los Pers —dijo Regh.
—Por supuesto. Habréis demostrado
gran valía. Nuestras disculpas.
—No hay por qué darlas —respondió
Sánabre. —¿Aceptaréis nuestra ayuda en vuestra empresa?
—Este paladín de Andric está
dispuesto a echaros una mano —continuó Regh.
—Mis conocimientos siempre están
al servicio del bien. Y ha sido un alivio que no me matarais, ¡jajaja! —rio
T’ylbi.
Con un mejor futuro a la vista
para el mundo, se encaminaron hacia la ciudad.
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